Doñana y El Rocío: ese lugar de encuentros y contrastes


Un lugar de encuentro y contrastes. Es lo que se me vino a la mente después de pasar un día, sólo uno, en la aldea de El Rocío y el parque natural de Doñana. No podía dejar de pensar en ese millón de personas que cada año, por Pentecostés, se dan cita en la aldea para mostrar su devoción a la Virgen del Rocío. Un millón de almas que conviven día y noche entre familiares y amigos en una de las muestras más potentes de la cultura andaluza.

Pero llegar al Rocío en el atardecer de un lunes de invierno y pisar sus calles arenosas es una experiencia única y llena de contrastes si se compara con los días grandes en la aldea. Allí, un lunes de febrero, no hay esa muchedumbre arremolinada en torno a la puerta del santuario antes de que la Virgen comience su procesión; allí no hay un trasiego constante de carretas, todoterrenos y simpecados buscando sus casas de Hermandad; allí lo que hay es recogimiento y un atardecer de exultante belleza.

Fachada principal del santuario de El Rocío, de noche. EFETUR/J.J.RíosFachada principal del santuario de El Rocío, de noche. Efetur/J.J.Ríos

La luz del día cae y deja una estampa en la que el único sonido es el de la naturaleza de las marismas del Guadalquivir que bañan las inmediaciones del santuario, cuya iluminación es un potente haz de luz en medio de la oscuridad.

El descanso está asegurado y el amanecer devuelve un nuevo espectáculo para los sentidos, similar al de la puesta de sol. La aldea recobra algo de actividad, algo de pulso con la apertura de algunos restaurantes y tiendas de recuerdos y vestimentas rocieras para atender la demanda de varios grupos de turistas que acuden para ver a la Virgen.

Y tras El Rocío, Doñana

La visita posterior al parque natural de Doñana me muestra nuevamente un lugar de encuentros y contrastes. Me adentro en este espacio natural por el famoso puente del Ajolí, camino de acceso para muchas de las hermandades que acuden al Rocío, y allí comienzo a recorrer una ruta entre pinares y eucaliptos que culminan en una gran zona sin arboleda. Este punto, según la guía que nos acompaña, debería estar sumergido bajo el agua pero la pertinaz sequía lo ha impedido. No hay tiempo para ver la zona sur del parque, con las dunas y las playas que, sin duda, profundizarían más en ese contraste paisajístico del que hablo.

El lince ibérico es la especie que más desea avistar el turista que acude al parque de Doñana

El lince ibérico, el águila imperial, los ciervos, jabalíes, ánsares, cigüeñas, flamencos, caballos salvajes y un largo etcétera conviven en este espacio en un armonioso ecosistema que es lugar de encuentro entre fauna autóctona y aquella que, como las aves migratorias, acude cada año a Doñana para pasar una temporada por sus condiciones climáticas.

Me voy sin la suerte de poder ver el lince ibérico -una de las estrellas del parque natural- pero sí he podido observar ejemplares de ánsar, caballos, manadas de ciervos y hasta un águila imperial posada en un poste junto a un grupo de cuervos que merodean por la zona, ávidos de conseguir alimento de algún animal muerto.

Me despido de Doñana y El Rocío sabiendo que tengo que volver por más tiempo para seguir profundizando en sus contrastes que le aportan tanta belleza… y también he de confesar que no me importaría conocer esa otra cara bulliciosa de la aldea que tanto me recuerda a las fiestas andaluzas.

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