‘Cocina viejuna’: un libro que recupera platos relegados al olvido





Solomillo a la pimienta verde, salpicón de marisco, dátiles con beicon, piña rellena, consomé, banana split y tarta al whisky hicieron que la cocina española pasara del blanco y negro al technicolor, con punto y final de carajillo y cubalibre.

Vega, bilbaína especializada en surcar la historia gastronómica con tanto humor como afán divulgativo, rescata en Cocina viejuna (Larousse) platos que eran “de un horror entrañable” pero cuyos “sabores y olores han quedado en nuestra memoria pese a que parece que nos avergoncemos de ellos”, dice en una entrevista con Efe.

Cambio culinario como reflejo social

Ese cambio culinario es el reflejo del social vivido en España entre la década de los 60 y 1992, cuando se dio por inaugurada la modernidad: la migración del campo a la ciudad, la progresiva incorporación de la mujer al mundo laboral o el acceso generalizado a productos como el pollo y la llegada de otros foráneos como el palmito, la piña o el aguacate.
Llegan la nevera a plazos, la minipimer, la olla exprés y el mueble bar se hace un hueco en el salón; aparecen los supermercados, las familias acuden a los restaurantes a celebrar el domingo o al menos alguna fecha señalada… “Carpanta dejó de soñar con el pollo asado y la libertad y el destape que trajo la democracia llega a la cocina. Se acaba el luto del estómago“, resume.


Imagen de la periodista Ana Vega, autora de "Cocina viejuna". Foto: EFE/Ángel Diaz
Imagen de la periodista Ana Vega, autora de “Cocina viejuna”. Foto: EFE/Ángel Diaz


Así que se abrieron hueco entre las lentejas viudas o los garbanzos con chorizo platos donde la ornamentación era importante y colorista hasta caer en el barroquismo, y que habían triunfado en otros países décadas, e incluso siglos, atrás.
El colmo de la sofisticación en los 80, recuerda Ana Vega, era el cóctel de gambas, nacido en la California aquejada por la Fiebre del Oro de mediados del siglo XIX; los huevos rellenos, los canapés y el sputnik (una bola pinchada con brochetas) toman las recepciones en casa y la laboriosa gelatina del siglo XV, por obra y gracia de la industrialización, se materializa en el áspic salado.
Muchas de las recetas, como las ostras villeroy, se popularizaron desde los restaurantes “de postín” a los más modestos en aras de la modernidad, lo que fue degradando la calidad de sus ingredientes hasta convertirlos en “estrellas venidas a menos”.


Imagen de una macedonia. Foto: EFE/Ivan Mejía
Imagen de una macedonia. Foto: EFE/Ivan Mejía


La evolución social, la llegada de la nueva cocina vasca -en la que la periodista encuentra rastros viejunos como la lubina en salsa de pimienta verde de Pedro Subijana o el pastel de cabracho de Juan Mari Arzak- hicieron el resto y el pato a la naranja, de origen francés y símbolo de refinamiento, quedó relegado a los menús baratos de los restaurantes chinos.
Llegaron los sifones con sus espumas y las esferificaciones, los cocineros se lanzaron al I+D y el melón con jamón se olvidó en los anaqueles junto con el bocata de fuagrás o el de mortadela con aceitunas y margarina de las meriendas infantiles.
Aún así, hay quienes comparten con la escritora que algunas de las creaciones viejunas “no deberían haberse perdido”. Restaurantes como LaKasa, en Madrid, ha convertido el solomillo Wellington en uno de los atractivos de su carta, mientras que otros como Horcher o Zalacaín han resistido a las modas y ahora encandilan a un nuevo público que descubre el placer de la tradición.
Vega que ha invertido dos años de investigaciones y escrituras para Cocina viejuna, se regocija con ello: “Es bonito recuperar de dónde venimos para ver nuestra gran evolución gastronómica“.

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